Hacer justicia por mano propia (personal o colectiva) es una primera forma de justicia real. Más tarde llegaron las nociones de ley, de normas a las que quedan sujetos los miembros de la comunidad que entregan el deber de defenderse a la autoridad del Estado.
Pero si el Estado no cumple su papel en ese contrato tácito dentro de las comunidades actuales, ¿cómo esperar que lo sigan cumpliendo los ciudadanos, cómo sorprenderse de que aparezca redivivo el linchamiento? (De paso, linchamiento es “Paliza o castigo o muerte que la muchedumbre airada causa a un sospechoso que no ha sido aún juzgado”, según los diccionarios de español)
Hipocresías
En entrevistas a dirigentes políticos y periodistas se advierte, por la rapidez con que condenan al linchamiento, una hipocresía: nadie quiere quedar pegado como defensor del linchamiento. Prejuzgo, en cambio, que interiormente los ciudadanos defraudados por el incumplimiento de los deberes del Estado, sienten el cosquilleo moral aprobatorio ante esa justicia por mano propia. La sana moral civilizada aborrece más la impunidad que el linchamiento. ¿Y acaso las normas de ese código moral vigente entre los ciudadanos no debe inspirar a las normas de la justicia cuyo monopolio se entregó al estado en el contrato social?
Los sentimientos de indefensión, miedo y rabia están en la base de los actuales linchamientos, cometidos contra quienes, frecuentemente, a pesar de su frondoso prontuario, reinciden porque estaban en libertad y seguirán estándolo. La justicia se deslizó a pedirnos comprensión por las víctimas del linchamiento. ¿Por qué no pedir igual comprensión por los linchadores?
Éstos, además de ser víctimas de la sociedad en que viven, deben enfrentar el temor moral de castigar a un inocente por error, como también está ocurriendo.